En medio de odios, guerras, hambre, enfermedad, desolación... y ante un mundo que parece haber dado la espalda a Dios y que anda a la deriva, la esperanza no se basa en que todas esas desgracias irán a mejor. Quizás vayan incluso a peor. La verdadera esperanza del cristiano radica en que Cristo ha vencido ya la batalla final por nosotros, independientemente de lo que suceda en el mundo terrenal. Si nos adherimos a su victoria nada debemos temer, nada nos puede hacer dudar, ningún odio puede alterar nuestra paz interior. En palabras de San Pablo: "¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?... Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó" (Carta a los Romanos 8, 35.37). La esperanza pasa, por lo tanto en confiar en Dios independientemente del contexto vital y existencial que nos haya tocado vivir en el presente. La esperanza nos proyecta a un futuro mejor porque, tarde o temprano, "El cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán" (Mateo, 24,35).
El calendario o la corona de Adviento, los adornos de nuestras calles y casas... deben hacernos visualizar esa realidad. Se acerca el momento de celebrar un año más de la venida del Hijo de Dios al mundo, y nuestra esperanza debe fortalecerse para compartir esa alegría con nuestros seres queridos.
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