El libro de Jeremías es -junto a Isaías- uno de los textos proféticos más largos, con 52 capítulos (aparte de la llamada "Carta de Jeremías", 72 versículos más que para algunos es una obra independiente) compuestos por profecías y oráculos escritos tras la destrucción de Jerusalén y el destierro de Babilonia. Momentos difíciles para el pueblo hebreo que anhelaba una palabra de consuelo y esperanza. Casi todos esos capítulos están centrados en recriminar al pueblo su infidelidad a la Alianza, motivo principal del castigo y el aparente abandono de Dios. Pero incluso en esos momentos de tristeza, desesperación y nostalgia de tiempos mejores, siempre hay una palabra de consuelo. Destaco de este texto sagrado un par de versículos, una llamada a la única sabiduría que merece la pena en esta vida: el reconocimiento de Dios como Dios, su superioridad sobre sus criaturas. Un doble acto de humildad y de fe necesario para saber situarnos lúcidamente en esta vida.
Jeremías 9, 22-23:
Así habla el Señor: Que el sabio no se gloríe de su sabiduría, que el fuerte no se gloríe de su fuerza ni el rico se gloríe de su riqueza. El que se gloríe, que se gloríe de esto: de tener inteligencia y conocerme. Porque yo soy el Señor, el que practica la fidelidad, el derecho y la justicia sobre la tierra. Sí, es eso lo que me agrada, –oráculo del Señor –
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