martes, 13 de mayo de 2008

Dos experiencias Extraordinarias

"Extraordinario" es lo que supera a lo ordinario, esto es, a lo común. Y extraordinario implica que esa superación es, a todas luces, gratificante.

Pues esta semana pasada he tenido dos experiencias sacerdotales (al hilo de las Primeras Comuniones) en las que no cabe mejor adjetivo calificativo que el de “extraordinarias”.

Antes de relatarlas os comento que he releído los post que escribí sobre el tema de las comuniones el año pasado. En general os puedo decir que hay “más de lo mismo”, o “sin novedad en el frente”, que diría el otro. Las comuniones siguen con su inexorable avance hacia su conversión en actos más sociales que religiosos, excesivamente multitudinarios y en celebraciones que más bien provocan insatisfacción general que otra cosa en ministros, catequistas y en todos aquellos que se toman la religión mínimamente en serio.

Sin embargo, estas dos experiencias que quiero compartir con vosotros hoy son como dos gotas frescas de rocío mañanero en el árido desierto...

La primera fue con motivo de las confesiones de los niños que se preparan para recibir a Jesús sacramentado. Una vez acaban los niños, comienzan las madres. Es curioso, siempre son las madres –rara vez un padre- los que acompañan a los niños a confesiones y ensayos. Supongo que los horarios laborales tienen mucho que ver en ello, pero yo la paridad tan cacareada hoy en día no la huelo ni de lejos. Todos son mujeres, como si los hombres no tuvieran pecados… Van viniendo una a una, y después de la ya esperada, y casi rutinaria coletilla “Estoy muy nerviosa; porque hace mucho, mucho tiempo que no confieso….” vino lo que califico como una experiencia extraordinaria.

Comprenderéis que no puedo referirme al contenido explícito de la confesión, pero sí a que una de esas madres, sollozando primero y comiéndose las lágrimas a tragos después, me relató que no confesaba desde que un día había abandonado un confesionario llorando ante una actitud poco comprensiva -y me atrevería a afirmar también que poco caritativa- de otro sacerdote. Con los niños habíamos leído y comentado el Evangelio en que Jesús dice: Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más (Juan 8,11) y sintió el impulso de encontrar en el sacramento de la Penitencia la reconciliación y el perdón de aquellos pecados -me los reservo- pretéritos. Ni que decir tiene que los obtuvo, y salió con una paz y una relajación que se traslucía en su rostro. En aquel momento me sentí instrumento de Dios transmisor de paz y perdón, pero también me sobrevino una desgarradora angustia al pensar el daño que podemos hacer los curas en un confesionario –o en una silla, como era el caso-. Creo, es mi opinión personal, que aún en el caso de tener que negar una absolución, hay que saber hacerlo al menos con educación, y si se me permite la expresión, “con arte”.

La segunda experiencia fue el viernes, en el Hospital. Tras recoger a mi padre a quien afortunadamente le daban el alta ese día, se me acercó el padre de un niño de otra parroquia de Arcos que por lo visto me conocía de vista. Llorando, -más lágrimas- me comentaba que su hijo estaba hospitalizado y que el sábado haría la comunión y aquel viernes debía confesar. Le iban a dar un alta provisional para hacer su primera comunión, pero a la confesión no llegaba. El niño había estado toda la noche sin dormir a cuenta de los nervios. Así que manos a la obra. Era la primera vez que confesaba a un niño postrado en una cama, y os aseguro que la experiencia es cuando menos impactante. Uno escucha las mismas venialidades (de pecado venial) que a los demás niños, pero de otra manera. Nunca olvidaré la sonrisa de ese niño al darle la absolución y decirle que ya podía descansar hasta el día siguiente. Al terminar y acercarme a sus padres éstos habían convertido ya sus llantos nerviosos en lágrimas de alegría. De nuevo la satisfacción del deber cumplido y el sentirme portador de Dios se apoderaron de mí.

En fin, que bendito sea Dios que nos regala el sentirnos de vez en cuando útiles en medio de esta sociedad que cada vez valora menos lo que somos y lo que hacemos los sacerdotes.

5 comentarios :

  1. Es una bonita reflexión sobre la importancia de los sacerdotes.
    A mi personalmente, más de una vez (por desgracia) he estado a punto de abandonar un confesionario ante lo que me parecía no una conversación o un signo del amor de Dios sino un interrogatorio policial. Podéis hacer mucho bien o mucho daño.

    También todos los cristianos... ¿cuántas personas habrán comenzado a a abandonar la fe por una mala palabra o acción de un cristiano, laico o sacerdote?
    Un abrazo.

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  2. Que buena experiencia `pastoral, gracias a esas gotas frescas, uno puede decir que sigue mereciendo la pena ser sacerdote.

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  3. La pena la merece, por supuesto.

    Y es una alegrí poder vivir esas experiencias pequeñas y escondidas que te reaniman el carisma recibido. Las otras son una buena cura de humildad para que nos fijemos más en Dios y luchemos con todas las fuerzas por su Reino.

    Un saludo.

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  4. Hay que ver la huella de Dios en los pequeños acontecimientos de la vida. Pasamos por el mundo muy deprisa, sin saborear el día a día y todo lo que Dios nos regala.
    Gracias por compartir sus experiencias

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  5. La verdad es una bonita experiencia. Y además, Cristo se aparece a través de todas estas personas. Y qué experiencia más agradable de poder servir a Dios en todas estas personas. Desde luego, cada día sigo afirmandole a Dios que estoy disponible en decirle sí al Señor: sigo queriendo ser sacerdote.
    Muchas gracias Jaime, porque estos testimonios, además de otros muchos, hace que sigamos adelante, pues merece la pena dejarlo todo papa seguir a Cristo.
    Bendito sea el Santísimo Sacramento del altar, sea por siempre bendito y alabado.
    Un saludo a todos, Ihs

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