Hace unos días hablaba con varias personas acerca de la felicidad. Creo que no todo el mundo tiene claro el concepto de felicidad en la vida. En concreto una de ellas me decía que el dinero da la felicidad plena, justificándolo con que con ella podría comprar todo lo que quisiera, incluso a las personas. Creo que quienes piensan como él ya han sido totalmente absorbidos por la sociedad de consumo que cosifica al ser humano. Si hay personas que creen que el dinero da la felicidad es porque su confianza y el sentido de sus vidas están puestos únicamente en las cosas materiales. Desde ese prisma, por supuesto que el dinero da la felicidad. El dinero te da la posibilidad de consumir sin límites, una de las panaceas de la sociedad actual. A más dinero, más felicidad, y a mayor pobreza mayor desdicha. El anterior es un silogismo que puede entender hasta un niño de 5 años.
Pero afortunadamente hay vida más allá de la sociedad de consumo. Si el sentido de la vida no lo ponemos en las cosas materiales sino en otros valores, la cosa cambia. La fe, el amor o la esperanza, por ejemplo, no se pueden comprar ni con todo el oro del mundo. Por ello las personas que tenemos estas virtudes en cualquiera de sus grados somos los más afortunados sobre la Tierra, siempre y cuando las valoremos como lo que son, tesoros espirituales.
A propósito de ello me acordé de una historia que leí hace ya muchos años de José Luis Martín Descalzo, quien en su libro “Razones para la Esperanza” escribía:
Cuentan que un joven paseaba una vez por una ciudad desconocida, cuando, de pronto, se encontró con un comercio sobre cuya marquesina se leía un extraño rótulo: «La Felicidad». Al entrar descubrió que, tras los mostradores, quienes despachaban eran ángeles. Y, medio asustado, se acercó a uno de ellos y le preguntó: «Por favor, ¿qué venden aquí ustedes?»
«¿Aquí? —respondió en ángel—. Aquí vendemos absolutamente de todo».
«¡Ah! — dijo asombrado el joven—. Sírvanme entonces el fin de todas las guerras del mundo; muchas toneladas de amor entre los hombres; un gran bidón de comprensión entre las familias; más tiempo de los padres para jugar con sus hijos...»
Y así prosiguió hasta que el ángel, muy respetuoso, le cortó la palabra y le dijo: «Perdone usted, señor. Creo que no me he explicado bien. Aquí no vendemos frutos, sino semillas.»
En conclusión, la felicidad, como las virtudes, no son algo que se pueda comprar, sino que constituyen el objeto mismo de nuestra propia existencia. Cuanto más luches por la paz, la familia, el amor, la justicia... más feliz serás; no con la felicidad efímera que los bienes materiales producen, sino con una satisfacción interna que nadie nunca te podrá arrebatar.
Estoy de acuerdo con usted. El dinero no lo es todo y a veces es tema de infelicidad cuando el egoísmo advierte su protagonismo.
ResponderEliminarQue gran verdad la felicidad se basa el como vives tu vida así es lo que encierra la verdad la felicidad absoluta no existe nunca
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