El otro día, en la homilía de mi hermano Luis (del que me hice portavoz mediático durante el confinamiento del año 2020), encontré muy sugerente una comparación en la que no había caído hasta ahora. Existe un claro paralelismo (él nos lo ilustró y nos lo hizo ver) entre el ayuno, la limosna y la oración y las tentaciones que sufrió Nuestro Señor en el desierto, así como en los tres votos de la vida contemplativa.
Vamos por partes. El "Ayuno" es en un primer momento la privación del alimento, aunque modernamente se nos invite a prescindir de cualquier otro elemento que nos distraiga de nuestra vida espiritual. Puede ser ayunar de la tecnología, del móvil, de la tv, de la siesta o de cualquier cosa que se nos ocurra. Es cierto que la primera tentación de Cristo fue la de convertir las piedras en panes para saciar su apetito tras 40 días sin probar bocado. Pero lo que literalmente es "no comer" simbólicamente lo podemos aplicar a privarnos de algo. Haciendo el paralelismo con la vida religiosa, en ella uno ayuna de por vida con el voto de castidad de las relaciones genitales que conlleva la sexualidad. Los cristianos de a pie estamos también llamados a buscarnos nuestro propio ayuno de algo que sin ser malo (igual que el sexo de por sí mismo no lo es) puede en su abuso estar distrayéndonos de lo realmente importante, nuestra configuración con Cristo a la que somos llamados en el Bautismo.
La "Limosna" es dar de lo que tenemos, no de lo que nos sobra. La limosna -íntimamente unida a la caridad- habla de pobreza, pero no de aquella pobreza impuesta por la escasez de recursos o por las malas condiciones socio-económicas, sino de una pobreza elegida por aquel que lo deja todo para el seguimiento de Jesucristo: "Una sola cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme". (Mc. 10, 21). Precisamente el voto de pobreza que realizan todos los que abrazan la vida monástica o conventual tiene esa función, la renuncia de los bienes materiales por una elección de los bienes celestiales y espirituales. Volviendo al relato de las tentaciones, esa es también la renuncia al tercer intento con el que Satanás tienta a Jesucristo, el de postrarse ante él y adorarlo a cambio de todos los reinos y riquezas de este mundo.
La "Oración", por último, es nuestro diálogo con Dios, un diálogo en el que "el hombre propone y Dios dispone", como dice el refranero popular. Una oración no hecha a nuestra medida (sería falsa), sino abierta al cumplimiento de la voluntad de Dios en nuestras vidas. Una oración que acepta el sufrimiento redentor como parte de esos misteriosos designios del Padre. En el episodio de las tentaciones, Jesús renuncia a tirarse del alero del Templo de Jerusalén y ser recogido por unos ángeles que lo sostengan porque esa no es la voluntad de Dios que Él ha descubierto en su oración en el desierto. Los planes de Dios no pasaban por un Mesías triunfante y espectacular sino por el humilde Siervo de Yahvé que muere en la cruz para redimir al mundo, un espectáculo denigrante e increíble para los que no tienen fe ("¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz y entonces creeremos en ti!" Mt. 27, 40) pero esencial, como dice San Pablo, para el mensaje cristiano: "Me propuse más bien, estando entre ustedes, no hablar de cosa alguna, excepto de Jesucristo, y de este crucificado" (Primera Corintios 2,2). En la vida religiosa esa promesa se hace a través del voto de obediencia, en la que el consagrado cree que la voluntad de Dios hay que aceptarla a través de los superiores, negándose uno a sí mismo y a sus propias ideas. En ese sentido la voluntad de Dios se plasma de manera práctica en la opinión del superior que debe anteponerse al criterio de quien se somete a él.
Tres elementos, tres prácticas, tres armas que nos propone la Iglesia un año más para que luchemos contra las tentaciones del materialismo, del egocentrismo o de lo que nos distrae de lo verdaderamente importante, el Reino de Dios y su cumplimiento en nuestras vidas.
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