lunes, 26 de marzo de 2007

El Sermón de las 7 palabras (IV)


4. Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado? (Mt. 27,46)

Sabemos que Jesús repetía un salmo judío cuando recitaba estos versículos desconcertantes. Pero no deja de ser grandioso para los cristianos que el Hijo de Dios se sienta distante de su Padre, aunque sea a través de una oración. Cristo se solidariza con todos los abandonados de este mundo, con aquellos que viven en la lejanía de Dios. Con los enfermos que no entienden con su sufrimiento, con los que han perdido un ser querido y no lo entienden, con los que viven angustiados o sin sentido en sus vidas, con aquellos que creen que son fruto del azar y no de una voluntad amorosa de Dios. Con los que mueren victimas de las guerras, de los accidentes, de la droga, del terrorismo, de enfermedades incurables… Con todos ellos, Cristo eleva al cielo esta oración ¿Dios mío donde estás? Hay veces que no te vemos, que no te sentimos, aunque presentimos que estás ahí. La oración no es una negación de Dios, como algunos apuntan. Es más bien un no entender la voluntad de Dios, especialmente cuando esta produce sufrimiento e incomprensión. Cristo no dijo: Dios, no existes… sino ¿Por qué me has abandonado?, ¿Porqué he tenido que sufrir hasta límites insospechados?, ¿por qué no ha sido posible la salvación de otra manera…?. En el fondo es una continuación de aquella oración que había realizado hacía poco en Getsemaní entre sangre, sudor y lágrimas: Padre, si es posible, que pase de mí este Cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya… La voluntad de Dios es a veces oculta a las mentes de los hombres. Qué gran verdad es esa de que Dios escribe derecho con renglones torcidos, o aquello del Salmo en boca de Dios: Mis caminos no son vuestros caminos ni mis planes son vuestros planes…”. Normalmente no percibimos los planes de Dios hasta que pasa un tiempo en nuestras vidas. Los sufrimientos nos curten, las decepciones nos hacen fuertes, las crisis nos ayudan… pero en el momento de la tormenta lo único que vemos es que la barca se hunde. Nos falta esa visión global que Dios tiene para relativizar los tiempos, para darnos cuenta de que, aunque aparentemente dormido, Dios está atento a nuestras necesidades y viene a socorrernos cuando ya no podemos más…

Hoy son muchos los que se sienten abandonados por Dios. Los que ya no creen en él. Los que se ríen de él. Los que piensan que es mejor vivir disfrutando el presente ajenos a un Dios que no sufrir un poco en esta vida como prueba para ser hallados dignos de Dios.

San Pablo dice que la Pasión de Cristo aún debe ser completada. ¿Qué le falta a los latigazos a los clavos, a la corona, a los salivazos, a las bofetadas, a las risas, a la soledad y a la humillación de Cristo? Pues le falta nuestros sufrimientos. Cristo no sufrió sólo para sí sino para todos los hombres. Nuestras cruces descansan en la de Cristo. Lo seguimos negándonos a nosotros mismos, cargando con nuestra cruz de cada día y siguiéndole. Y si le seguimos el no nos deja solos con nuestras cruces. El se convierte en Cireneo que nos ayuda a soportar nuestro yugo llevadero y nuestra carga ligera. Al lado de su cruz nuestros sufrimientos son más llevaderos. Cristo es nuestro consuelo y nuestra fuerza. Por eso a los mártires no les importaba morir por Cristo. Ni leones, ni cruces, ni parrillas, ni flechas podían asustarles. Porque sabían que Dios no abandona nunca. Que después de la cruz viene la resurrección, que del árbol seco del castigo brota un renuevo de nueva vida.

Jesucristo, ¡líbranos de vernos abandonados por ti, que siempre sintamos tu presencia protectora y que nos des sabiduría para apreciar y aceptar la voluntad de Dios en nuestras vidas!

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