«Lázaro ha muerto, (...) vamos a su casa.» Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Y dijo Marta a Jesús:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.»
Jesús vivió 30 de sus 33 años de vida en el más absoluto de los anonimatos. Y los 3 años que vivió "públicamente", no se mató con prisas y con stress para llegar a cuantos más sitios y personas mejor. Su amigo Lázaro acababa de morir, y el llegó a su casa cuatro días después de que éste se enterrara: ¡Cuatro días después!. No, no se murió el Hijo de Dios de un infarto o de ansiedad para llegar allí cuanto antes. Se tomó su tiempo y tardó cuatro días en llegar a una aldea que estaba a sólo tres kilómetros de distancia. En mi meditación personal, muchas veces me he preguntado qué estaría haciendo Jesús durante esos cuatro largos días...
Estos días de confinamiento que estamos viviendo, nos enseñan a descubrir que ninguno de nosotros es imprescindible. Si el Hijo de Dios pasó 30 años de puntillas por esta vida, y durante los otros tres, tampoco es que se matara por ir corriendo a los sitios...¿Quiénes somos nosotros para creernos tan importantes y creer que son tan fundamentales nuestros quehaceres?
Los que formamos parte de la Iglesia, también podemos caer en esa tentación de creernos imprescindibles. Leía el otro día al obispo de Teruel, D. Antonio Gómez, que en un escrito dirigido a sus sacerdotes, afirmaba lo siguiente:
"Algunos sacerdotes se han puesto muy nerviosos y nos han llenado los medios habituales, con los que nos solemos comunicar, de oraciones, llamadas a rezar, la posibilidad de seguir la Misa por streaming, nos han enviado link, para poder ver el Santísimo expuesto … Parece que algunos tenemos miedo al vacío, si no se nos ve o se nos escucha, y olvidamos que una de nuestras tareas es la oración por los demás. Tendremos que medir cuánto hay en todo este despliegue mediático de un afán insuperable de protagonismo".
Aquí está la piedra angular de estos días de confinamiento. Quizás Dios se haya valido de esta pandemia, para que nos paremos por fin, y dejemos de una vez por todas, que Él sea Dios. Y no nos endiosemos a nosotros mismos y a nuestras tareas, como si éstas fueran imprescindibles por muy sagradas que éstas sean.
Dice así, en su escrito el obispo de Teruel: "¡Hay tantas mujeres y hombres creyentes en el mundo, que celebran la Eucaristía cuando pasa el misionero (a veces pasan meses) y viven su fe con gran integridad!". Y yo humildemente completo: ¿nos creemos mejores cristianos que otros, porque en este tiempo en el que se nos has pedido permanecer en nuestras casas por el bien de todos, celebremos o asistamos a la Eucaristía?, ¿No estaría más orgulloso de nosotros Cristo si ofreciéramos este doloroso ayuno eucarístico como ofrenda para la salvación de todos, en vez de desatender las indicaciones de las autoridades (que digo yo, algo sabrán del virus) para salir a comulgar buscando por supuesto nuestro egoísta provecho personal, sin respetar el bien del prójimo?.
Hecha esta introducción, el Evangelio de este Domingo nos habla de muerte y resurrección.
"Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella".
La frase con la que se inicia este fragmento del capitulo 11 de San Juan que nos ilustra en este V Domingo de Cuaresma, Domingo de Pasión, tiene la misma melodía que la de la semana pasada: «Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios".
Si la semana pasada, y con el trasfondo de esta pandemia de Covid 19, reflexionábamos como el mal no es consecuencia de un castigo divino por el pecado. En esta semana, se nos invita a reflexionar como la muerte no es el destino final de nadie, Dios no quiere que ninguno de sus hijos muera, y por lo tanto, la muerte no es la constatación de que Dios o no es bueno, o es impotente o no existe, sino que es la puerta de entrada para el encuentro glorioso con Él.
La muerte está siempre ahí. Y nuestra tentación es evadirnos y no pensar en ella. Pero esa técnica resulta bastante difícil de aplicar en estas circunstancias, en las que vemos cada vez que encendemos la tele, que un minúsculo bichito se está llevando diariamente de este mundo a cientos de personas sólo en nuestro país.
En mis casi 20 años de sacerdocio he visto ya a muchas personas enfrentarse con la muerte. Como párroco, y sobre todo como capellán de hospital he tenido la oportunidad de ver a muchas personas morir.
No todo el mundo muere de la misma forma. Hay personas que se mueren de repente y no tienen tiempo para planteamientos trascendentales. Hay otras personas que no creen en Dios y no llaman a un sacerdote para que los socorra, pero hay otras (de estas si tengo experiencia) que saben que su enfermedad es incurable y como creyentes buscan al sacerdote para agarrarse a Dios.
Los que me conocéis, sabéis de mi inclinación a dividir las cosas en grupos. Yo sé, que está división que hoy propongo, no es científicamente exacta, pero podría dividir en cuatro, los grupos de personas, que sabiendo que se mueren, han solicitado mi asistencia como ministro del Señor:
- El primer grupo de personas, es el grupo de aquellos que sienten una gran culpa por cómo han vivido. Una culpa que les hace confesar varias veces el mismo pecado, o los mismos pecados, no quedándose tranquilos de que esos pecados se hayan perdonados. Resulta muy curioso que las personas que suelen morir así, suelen ser las que en teoría deberían ser mas religiosas. Personas, en muchos casos, consagradas a Dios, que quizás no vivieron su vida con toda la honestidad o bondad que debían (que tire la primera piedra el que si lo haga), pero que en el fondo, mueren desconfiando del AMOR de Dios, y del poder del Sacramento de la Penitencia que borra para siempre los pecados confesados.
- El segundo grupo, sería el de los que afrontan la muerte con miedo. El miedo es algo humano, y creo que en cierto modo necesario. Valiente no es el que no tiene miedo (ese es un temerario) sino el que es capaz de enfrentarse y vencer sus miedos. Es normal que ante la barrera que supone la muerte, aparezca la duda y el miedo. A veces incluso la angustia. Pero la fe es el única arma que nos puede sacar de ahí. Si tenemos fe podremos, como a San Pedro, andar sobre las aguas sin temor a hundirnos (Mt 14, 28- 31).
- El tercer grupo es el de los que se dejan llevar por la tristeza y el desánimo. He tenido la desgracia de asistir a personas que presas de la depresión, no eran capaces ni siquiera de abrir los ojos para mirarte. Morir sin esperanza. Morir desesperado. Dios nos libre de vivir de esa manera la muerte y nos de la gracia de morir como una pacífica entrega de nuestra vida en las manos de Dios. "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46)
- El cuarto tipo de personas que he tenido la inmensa fortuna de acompañar a morir, es el de las personas que han muerto con Fe, sabiendo que Dios era su Padre y que iban a entrar en una vida nueva junto a Él. Los mejores testimonios de fe en Dios, no los he recibido desde ningún púlpito de ninguna Iglesia ni de ninguna Catedral, sino al pie de la cama de ciertos enfermos que, con una sonrisa en los labios, vencían sus dolores y sus miedos, en la esperanza de que estaban ya en la antesala del Reino de los Cielos. Aún se me ponen los bellos de punta, recordando esos testimonios, que este privilegiado sacerdote recibió de hombres y mujeres, cristianos como tú y como yo, que creyeron a pies juntillas, la afirmación que Cristo hace hoy en el Evangelio:
«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Luis Salado de la Riva
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