sábado, 25 de abril de 2020

Homilía Domingo III Pascua Ciclo A

Los Evangelios, las Sagradas Escrituras, son textos escritos por hombres que en el momento de escribirlos estaban directamente inspirados por Dios.

La Verdad de las Sagradas Escrituras, no es una verdad periodística: El buen cronista periodístico se debe ceñir a contar, con toda profusión de datos, cuanto conoce sobre una determinada noticia. El periodista trata de responder a todos los adverbios: A los complementos directos, a los indirectos y a los circunstanciales. Intenta no dejar nada sin responder. ¿Qué? ¿Quién? ¿A quién? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Cuánto? ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Con quién?...

No es trasladable este paradigma al estudio de la Biblia: No debemos leer el Evangelio como el que lee un periódico. El autor inspirado no tiene como intención última contarnos una crónica periodística: Muchas de esas preguntas, que podríamos considerar esenciales, le traían sin cuidado al autor bíblico, cuando ponía por escrito los dictámenes que Dios le estaba inspirando.

Respetando, por supuesto, una base sólida de lo que sucedió, el escritor sagrado nos transmite la Verdad que Dios quiere que conozcamos de ese acontecimiento histórico que nos cuenta, pero en orden a nuestra Salvación... sin desmerecer las preguntas anteriores... la auténtica pregunta que ha de hacerse a cualquier texto Sagrado, a cualquier texto del Evangelio es: ¿Y qué quiere Dios de mí, contándome esto?

Es curioso que el único evangelista que nos relata este episodio de los discipulos de Emaús, sea San Lucas. Un hecho tan significativo, tan prodigioso... ¿Por qué no lo narran también Mateo, Marcos o Juan? ¿Cómo fue posible que no lo incluyeran en sus respectivos Evangelios?.

Quizás la respuesta a esta cuestión, la podamos encontrar en el preámbulo que acabo de formular: San Lucas, inspirado por Dios, pensó que no era suficiente con contar apariciones de Cristo Resucitado a personas concretas, a Maria Magdalena, a Pedro, a Juan,... sino que era imprescindible, que el día de mañana, cualquier persona de las que no tuvimos la oportunidad de encontrarnos físicamente con Cristo Resucitado, nos sintiéramos protagonistas de uno de esos encuentros. Por eso, estos discípulos anónimos que se encaminaban hacia Emaús, y de los que ni siquiera sabemos sus nombres, son símbolo de cualquiera de nosotros. A través de ellos, podemos experimentar que Jesucristo ha resucitado y que se sigue apareciendo a muchos hombres y mujeres de todos los tiempos... También hoy, ... a ti y a mí.

Por lo tanto, si hemos dicho que sólo hay que hacerle una pregunta al Evangelio: "¿qué quiere Dios de mí, contándome esto?". La respuesta más adecuada es: Que experimente por mí mismo, y no sólo por lo que dicen otros, que Cristo ha resucitado. Que no hace falta haber vivido en Judea en la primavera del año 33 de nuestra era para haber experimentado que Cristo ha resucitado. Basta la fe para tener la experiencia de que Cristo está vivo y a mi lado.

Basta que tengas fe. Ya hablamos de la fe la semana pasada. Hoy, este Evangelio de San Lucas (Lc 24, 13 - 35), nos vuelve a plantear la misma temática. El episodio de los discípulos de Emaús, nos sirve para revisar nuestra fe y evidenciar si ésta es apta para descubrir la presencia real y viva de Cristo junto a nosotros.

Siguiendo la meditación de la semana pasada, (ya que está escrita, te invito a que la revises), y siguiendo, por supuesto, el Evangelio de este Domingo Tercero del Tiempo de Pascua, vamos a reflexionar sobre los tres aspectos fundamentales, que si se dan al unísono, nos capacitan para entender que Cristo está delante de nuestras narices, en muchos más momentos de los que solemos caer en la cuenta. Y que sólo hace falta abrir al mismo tiempo el corazón, los oídos y la vista:

- Lo primero que tiene que darse para experimentar que Jesucristo ha resucitado, es no pretender una fe abstracta o ideal, sino tener una fe encarnada en el mundo, en tu realidad, en tus problemas, .. por muy desagradables que éstos sean.

Muchas veces se nos ha invitado a pensar que la fe es vivir con una heroica indolencia. Aquel que ponemos muchas veces como modelo de fe, suele ser una persona fría, distante, ... alguien que ni siente ni padece, y que con su vida perfecta y sin dificultades tiene tiempo para preguntarse cuestiones tan sublimes como discernir sobre el sexo de los Ángeles o cuál es la calidad de la cera necesaria para que el Cirio Pascual sea válido.

Esa caricatura de creyente está en las antípodas del Misterio de la Encarnación. La forma de proceder de Dios nos demuestra que en contra de todo lo que nos podría parecer como lógico... "La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros" (Jn 1, 14). Es decir, desde que Dios se ha hecho hombre, todo lo humano nos habla de Dios. También en los reveses de la vida, - o mejor dicho- fundamentalmente a través de ellos, Dios nos habla.

En este pasaje de Emaús, los discípulos viven una situación de abatimiento, miedo y frustración. Sin embargo, ese es precisamente el caldo de cultivo en el que Cristo resucitado aparece.

Muchas veces estamos tentados de huir de aquello que nos hace sufrir. Como los discípulos de Emaús, tenemos ganas de darnos la vuelta y volvernos a casa "cantando bajito". En el fondo detrás de esta actitud, está la tentación de pretender un Dios sin Cruz. Ante la actitud de los discípulos de Emaús que huían de la senda de la fe, porque entendían que Cristo había fracasado y ellos habían tocado fondo, Cristo les dice: "¿No era necesario que el Mesias padeciera esto y así entrara en su gloria?" (Lc 24, 26).

Vivir una fe encarnada es, como hicieron los discípulos de Emaús, abrir nuestro corazón al Señor y contarle todo aquello que nos hace sufrir, que nos paraliza, que nos desconcierta.

Una fe que se salta este primer paso será una fe perfecta para un manual, pero imperfecta para la vida.

- Lo segundo que se tiene que dar en la experiencia de fe es la escucha de Dios. Una vez abierto el corazón, toca abrir los oídos. Si nos quedamos sólo en el primer paso, corremos el riesgo de caer en la autocomplacencia y escucharnos a nosotros mismos. (Quizás muchos de los que creen que tienen fe siguen aún en el primer paso). Claro que es conveniente vaciarnos ante Dios, pero la experiencia de fe necesita también llenarse de la voz de Jesús, de la Palabra de Dios. La escucha de Dios, nos hace salir de nuestras "verdades subjetivas" y nos muestra la Única Verdad Objetiva. Jesucristo no sólo ha resucitado porque yo lo crea así: Jesucristo, verdaderamente, ha resucitado. Aunque no quedase nadie sobre la Tierra que creyera en la resurrección de Cristo, no por ello Cristo no habría resucitado. La escucha de la Palabra de Dios nos dice que Cristo ha resucitado, lo creas tú o no lo creas. Puedes no creerlo, pero eso no quitará un ápice de verdad al hecho fundante de la fe cristiana, que es que Cristo vive, y es que la auténtica fe no está basada en sentimientos subjetivos, sino en un hecho objetivo.

Pero abrir los oidos a la escucha de Dios, requiere paciencia. Una virtud que es poco habitual en nuestro mundo, (por eso quizás nos cueste tanto escuchar a alguien). Sin embargo, como dice Santa Teresa de Jesús, "la paciencia todo lo alcanza". La escucha confiada, paciente y perseverante de la Palabra de Dios nos enseñará dos cosas. La primera que el modus operandi de Dios es Pascual: El Paso de la Cruz al sepulcro vacío. De la frustración a la esperanza. De la muerte a la Vida.

Y la segunda, que a Dios no le van las "soluciones express". Lo mismo que resucitó al tercer día, después de ese silencio casi eterno del Sábado Santo, a veces, su respuesta tarda... pero no dudes que siempre llegará... Sólo hay que dejarse envolver por su voz y sentir lo mismo que sintieron los discípulos de Emaús al escucharle: "¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?" (Lc 24, 32).

- El tercer elemento que se tiene que dar en la auténtica experiencia de fe, es abrir los ojos. A los discípulos de Emaús se les abrieron los ojos "al partir el pan" (Lc 24, 31)

Los ojos con los que tenemos que ver a Jesús Resucitado, no son los ojos del rostro, sino los ojos del alma. Llama la atención, que aquellos que eran discípulos suyos, y tendrían que conocerlo muy bien físicamente, lo reconocieron no por su aspecto, ni por sus andares, ni por su ropa, ni por su pelo, ni por su olor, ni siquiera por su voz,... sino al partir el pan. ¿Tan inútiles eran que no se dieron cuenta que aquel que estaba delante de sus ojos era el Maestro hasta ese momento?. Es curioso que esta circunstancia es recurrente en los textos pascuales. María Magdalena lo confundió con un hortelano (Jn 20, 15), Tomás tuvo que meter los dedos en las llagas y las manos en el costado... No le bastó verlo. (Jn 20, 27)... ¿Qué nos quiere decir todo esto?.

Llegados a este punto, creo que es necesario considerar que todo lo que San Lucas nos está narrando en esta prodigiosa escena, no es otra cosa que una Eucaristía, una de las primeras Misas que se dieron en el mundo y en la Iglesia. Y que por lo tanto, el ámbito privilegiado para experimentar la presencia viva y real de Jesucristo en medio de nosotros, era y sigue siendo hoy, dos mil años después, cada Eucaristía.

No es posible reconocer a Cristo Resucitado fuera de la Eucaristía. No tiene sentido decir que se cree en Cristo, pero no se va a Misa. Es un oximoron (contradictio in terminis). Quien dice eso no ha entendido nada,... quizás porque nunca haya experimentado nada. No creo que los discípulos de Emaús pudieran, a partir de ese día, vivir tan tranquilos sin celebrar la Eucaristía...

Si somos capaces de ir a Misa con fe, nuestro corazón arderá, y nuestros ojos reconocerán al Señor. Por lo tanto, todos nosotros podemos ser protagonistas del relato de los discípulos de Emaús, porque podemos encontrarmos con Él, cada vez que vayamos a Misa y dejemos que arda nuestro corazón con su Palabra y se nos abran los ojos del alma con la fracción del Pan.

Pidámosle al Señor que nos abra esos ojos del alma, para ver donde otros no pueden, o no quieren ver. Y alegrémonos, como los discípulos de Emaús, de que Cristo está presente en nuestras vidas. Sólo basta decirle: "Quédate con nosotros Señor, que la tarde está cayendo". (Lc 24, 29)

Que Dios nos bendiga a todos, y haga posible que en breve, podamos revivir juntos en Misa el milagro acaecido hace casi dos mil años en la aldea de Emaús.

Mi oración confiada a Dios por todos y cada uno de vosotros.

Luis Salado de la Riva

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