La Iglesia hace memoria hoy de San Juan Crisóstomo (347-407) Santo Padre obispo de Constantinopla y doctor de la Iglesia. Fue desterrado por sus enemigos que envidiaban el poder de predicación de este santo, muriendo a la vuelta del destierro por los maltratos recibidos. Copio para la meditación una homilía de este santo sobre Eucaristía, riqueza y caridad. Es larga pero os aseguro que merece la pena::
“El Señor nos concedió hartarnos de su carne divina, se nos ha dado a sí mismo en sacrificio. ¿Qué excusa, pues, tendremos si así alimentados, así pecamos; si comiéndonos un cordero, nos volvemos lobos; si alimentados de una oveja, arrebatamos como leones? Porque este sacramento no sólo nos exige estar en todo momento puros de toda rapiña, sino de la más sencilla enemistad. Este sacramento es un sacramento de paz. No nos consiente codiciar las riquezas. Porque si Él, por amor nuestro, no se perdonó a sí mismo, ¿qué mereceríamos nosotros si, por miramiento a nuestras riquezas, no miramos por nuestra alma, por la que Él no se perdonó a sí mismo?
Y no pensemos que basta para nuestra salvación presentar al altar un cáliz de oro y pedrería después de haber despojado a viudas y huérfanos. Si quieres honrar este sacrificio, presenta tu alma, por la que fue ofrecido. Esta es la que has de hacer de oro. Mas si ella sigue siendo peor que el plomo o que una teja, ¿qué vale entonces el vaso de oro? No miremos, pues, solamente de presentar vasos de oro, sino veamos si proceden de justo trabajo. Porque más precioso que el oro es lo que nada tiene que ver con la avaricia. La Iglesia no es un museo de oro y plata, sino una reunión de ángeles. Almas son lo que necesitamos, pues por las almas quiere Dios los vasos sagrados. No era de plata, en la cena última, la mesa aquella ni el cáliz en el que el Señor dio a sus discípulos su propia sangre. En cambio, ¡qué precioso era todo aquello y qué venerable, como lleno que estaba del Espíritu Santo!
¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: “Este es mi Cuerpo”, y con su palabra afirmó nuestra fe, ése dijo también: “Me visteis hambriento y no me disteis de comer”. Y: “En cuanto no lo hicisteis con uno de esos más pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis”.
Al hablar así no es mi intención prohibir que se hagan semejantes ofrendas. Lo que pido es que, juntamente con ellas, y aun antes que ellas, se haga limosna; el Señor acepta, ciertamente, las ofrendas, pero mucho más la limosna. En un caso, sólo se aprovecha el que da; en el otro, el que da y el que recibe. En las ofrendas puede tratarse sólo de asunto de ostentación; en la limosna, la caridad lo es todo. ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena toda de vasos de oro, si Él se consume de hambre? Saciad primero su hambre y luego, de lo que sobre, adornad también su mesa. ¿Haces un vaso de oro y no le das un vaso de agua fría? ¿Y qué provecho hay en que recubráis su altar de paños recamados de oro, si a Él no le procuráis ni el necesario abrigo? ¿Y qué ganancia hay en esto?
Dime, en efecto, si viendo a un desgraciado falto del necesario sustento, le dejaras a Él que consumiera su hambre y tú te dedicaras a cubrir de oro la mesa, ¿es que te agradecería el beneficio o se irritaría más bien contra ti? Pues ¿qué si, viéndole vestido de harapos y aterido de frío, no le alargaras un vestido y te entretuvieras, en cambio, en levantar unas columnas de oro, diciéndole que todo aquello se hacía en honor suyo? ¿No diría que le estabas tomando el pelo y lo tendría todo por supremo insulto? Pues piensa todo eso sobre Cristo. Él anda errante y peregrino, necesitado de techo; y tú, que no le acoges a Él, te entretienes en adornar el pavimento, las paredes y los capiteles de las columnas, y en colgar lámparas con cadenas de oro. A Él, empero, no quieres ni verle entre cadenas en las cárceles. No saquemos, pues, a relucir lo que fue dicho por particular dispensación del Señor; leamos más bien las leyes todas que sobre la limosna se nos han dado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y pongamos el mayor ahínco en su cumplimiento. La limosna llega hasta a purificarnos de los pecados: “Dad limosna – dice el Señor – y todo será para vosotros puro”. La limosna es superior al sacrificio: “Misericordia quiero, no sacrificio” (Os 6, 6). Ella nos abre los cielos: “Porque tus oraciones y tus limosnas fueron recordadas en el acatamiento de Dios” (Hechos 10, 14). La limosna es más necesaria que la virginidad, pues así fueron las vírgenes fatuas echadas de la sala de bodas y así fueron admitidas las prudentes. Sabiendo, pues, todo esto, sembremos generosamente, a fin de cosechar con mayor abundancia y alcanzar los bienes venideros, por la gracia y amor de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea dada gloria por los siglos”.
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