Fue hecho prisionero y encerrado en una oscura cárcel, junto con sus diáconos y colaboradores. Los llevaron al anfiteatro o coliseo para que fueran devorados por las fieras. Pero estas, aunque estaban muy hambrientas, se contentaron con dar vueltas rugiendo alrededor de ellos. Entonces la chusma pidió a gritos que les cortaran la cabeza a estos valientes cristianos. Y así lo hicieron. Personas piadosas recogieron un poco de la sangre de San Jenaro y la guardaron.
En el 432, con ocasión del traslado de las reliquias de Pozzuoli a Nápoles, una mujer le habría entregado al obispo Juan dos ampollas pequeñas con la sangre coagulada de San Jenaro. Casi como garantía de la afirmación de la mujer la sangre se volvió líquida ante los ojos del obispo y de una gran muchedumbre de fieles. Ese acontecimiento extraordinario se repite constantemente todos los años en determinados días, es decir, el sábado anterior al primer domingo de mayo y en los ocho días siguientes; el 16 de diciembre y el 19 de septiembre y durante toda la octava de las celebraciones en su honor.
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